Asociación para el estudio de temas grupales, psicosociales e institucionales

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D. Vico: Sobre intervenciones grupales en un hospital de día


Diego Vico Cano

Sobre intervenciones grupales en un hospital de día

 

La Psicoterapia de Grupo

Según mi experiencia, la psicoterapia de grupo es la práctica más eficaz en nuestro dispositivo.

He oído decir a Bauleo que el grupo viene a ser una asamblea de objetos internos.

Me sigue pareciendo increíble que personas tan enfermas en su grupo interno quieran reunirse y cada uno aportar lo que pueda a su manera. El lenguaje verbal los perturba tanto que se comunican mejor mediante el control de la comunicación no verbal y, no obstante, se reúnen; ¿para qué?, para irse o quedarse no se sabe a dónde, ni por qué, ni cómo, ni cuando.

Suele ser un espejismo lo que motiva sus conductas. Un aterrador superyó al que satisfacer; instancia en la que están internalizados los padres en representación de la sociedad. La madre como sostén vital nutriente  -fuente de amor y odio- y el padre como el tercero mediante el cual hacen aparición los demás, lo social. Estos pacientes están detenidos, también entretenidos, en la fantástica y única relación con la madre. Todo lo demás queda ridiculizado hasta el extremo de hacerlo pedazos, enloquecerlo, amordazarlo y no permitirle la salida al mundo externo mediante el padre.

El grupo ofrece al terapeuta la oportunidad de tomar contacto con sensaciones viscerales intensas y caleidoscópicas, difíciles de acceder a la condición de representación mental.

Ahora se estilan líderes cuya tarea es defenderse agresivamente. No proliferan los líderes que aglutinen a su alrededor mediante el amor. Estos pacientes lo muestran padeciendo el terror que les suscitan las vidriosas imágenes del exterior de las que se defienden con hostilidad que como es provocada desde afuera, no pertenece a ellos. No se creen violentos. Se consideran la sublime fuente de amor que no puede malgastarse en nada, únicamente en ella misma. El terapeuta ha de estar dispuesto a dar sin esperar casi nada.

Es curioso observar cómo ha ido cambiando el perfil de los integrantes de los grupos terapéuticos que he ido haciendo a lo largo de mi práctica en hospital de día. Comencé con grupos de pacientes esquizofrénicos muy empobrecidos, excesivamente primarios, a los que ponía encuadres y tareas muy básicos para que cada uno pudiera sentir que pertenecía al grupo a su manera. Tenía que usar el tiempo que fuese necesario para conseguir de ellos que contuvieran tanto impulso desorganizado: mantenerse sentados, no interponerse unos sobre otros, respetar el uso de la palabra, etc. En estos grupos mis palabras son más útiles si son directas y emocionales, sin retórica.

Estos grupos permanecían cerrados seis meses al cabo de los cuales cada integrante tendría que decidir, con la cooperación de los demás y del terapeuta, si quería o no participar en otro grupo nuevo que se formaría pasado un mes con otros individuos. Este paso de entrar en el grupo porque alguien me lo dijo a irme o quedarme porque yo lo decido, pese a ser en la mayoría de los casos una decisión impostora, origina un cambio radical en el compromiso con el tratamiento y da opción al planteamiento de un sinfín de posibilidades.

Siguiendo esta secuencia cabe pensar que los grupos que voy formando mediante momentos de apertura y cierre cada seis meses, van nutriéndose de pacientes cada vez más saludables –así considero a los que toman conciencia de sus dificultades, perciben y se benefician de los efectos del grupo y deciden, sobre la base de ello, enfrentar un proceso de cambio prolongando su participación hasta agotar el límite de tiempo institucional de dos años- que van configurando mí fantasía sobre las características de los nuevos candidatos al grupo para que este lleve a buen puerto la tarea de los que permanecieron en él. El problema entre grupo anterior o viejo y grupo nuevo está servido. Llevará bastante tiempo la integración; incluso habrá pacientes que no puedan enfrentar el cambio y permanecerán anclados, entre quejas, lamentos y descalificaciones, en el pasado.

Es posible que de esta manera, casi sin proponérmelo, he ido formando grupos de creciente complejidad: desde los integrados únicamente por esquizofrénicos hasta el actual, en el que predominan pacientes limítrofes y esquizoides que trabajan durante hora y media, dos veces en semana.

El grupo de pacientes esquizofrénicos más graves suele estar integrado por un máximo de ocho individuos, algunos recién salidos de la unidad de agudos a los que podemos considerar como convalecientes y otros en fase de reintegración en tratamiento ya de hospital de día. Al estar en momentos distintos, las necesidades de unos y otros son distintas; coinciden el contacto con la realidad, la aprobación social, el control de impulsos, la definición de problemas y la constancia. Los pacientes en reintegración, involucrados y sostenidos por la convivencia en el hospital de día, plantean en el grupo otras necesidades añadidas: la motivación, el manejo de síntomas y las relaciones.

Comienzo el grupo describiendo el encuadre, los animo a presentarse respetando a los que se omiten y les digo que aunque estén allí porque un facultativo se lo haya indicado, seguramente pueden decir algo sobre lo que esperan conseguir mediante su participación en el grupo. En general suelen estar bastante asustados; es posible que teman por su integridad, que el grupo los aniquile tragándoselos, y se defiendan de ello ignorándose  como si estuvieran solos; unos intentando perderse en el silencio, otros dirigiéndose a mí con una voracidad insaciable mediante preguntas increíbles. Me dan a entender que yo soy el único que existe. Se me ocurre que sería estupendo si se planteara alguna cuestión de interés general. Hago algunos esfuerzos al respecto que, en la mayoría de las ocasiones, resultan desalentadores. Cuando quiero acordar me sorprendo imaginando los que no volverán; a la menor oportunidad les pregunto cómo lo llevan. Unos aparecen y desaparecen, algunos no vuelven y otros pocos se quedan formando un núcleo estable que asegurará la supervivencia del grupo. En cualquier caso, nadie pregunta por nadie. Tengo que ocuparme de cuidar el espacio: cerrar la puerta, la ventana por la que entra un ruido infernal, que no fumen tanto para que no formen una nube tras la que esconderse mientras nos asfixiamos, etc., etc. Durante toda esta fase inicial, antes de cada sesión siento ansiedad por saber cuantos vendrán; por mi mente circulan escenas de la sesión anterior a las que intento agarrarme en busca de alguna predicción. Necesito elaborar esta preocupación con el fin de que no interfiera más de la cuenta en mi función como terapeuta en el sentido de conseguir,  más o menos, una adecuado equilibrio entre gratificación y frustración.

Progresivamente los pacientes van estableciendo conmigo un vínculo que, a veces, intuyo como ambivalente. Me asedian a preguntas: ¿y yo cómo me curo?, ¿me van a dar trabajo?... y cosas por el estilo. Creen que lo sé y lo puedo todo. Otros bostezan, me piden permiso para salir, cuchichean con el de al lado, se piden tabaco, el mechero; se alborotan.

Lleva su tiempo que tomen conciencia de que están reunidos con otras personas. Suelen coincidir en considerarse víctimas de la incomprensión e intolerancia de los demás, especialmente de sus familias, resultando que todo lo que les pasa es consecuencia de continuos malentendidos y agresiones. Pasan todo el tiempo  compadeciéndose unos de otros y exhibiendo sus padecimientos. Pretenden hacer del grupo un lugar seguro en el que estén a salvo de agresiones, pasadas y presentes, provenientes del exterior. Dicen que es eso lo que han de hacer, tratarse bien, no crear tensiones y comprenderse, puesto que todos se sienten iguales y no se van a comportar entre ellos como lo hace la gente.

Poco a poco empiezo a recibir sorpresas. Alguien le responde personalmente a otro; tengo la impresión de que se han comprendido realmente. Un miembro nos explica la ausencia de otro recordando un comentario de sesiones atrás. Aparecen remedios, sugerencias; ya cuidan ellos del espacio. Se preguntan con interés y espontaneidad. Intentan explicarse las conductas de unos y otros. Siento que mi papel ya ha de ser otro. A veces, me siento sólo.

Para mí lo de recibir sorpresas es fundamental. Antes de cada sesión me pregunto a cerca de cual será la sorpresa de ese día. Generalmente, el grupo en proceso terapéutico va y viene de un funcionamiento a otro y, las más de las veces, coexisten en la misma sesión. Cuando las sesiones se suceden de forma previsible, sigo manteniendo la misma actitud hasta que empiezo a sentir aburrimiento. Este es un síntoma que yo considero alarmante y lucho por obtener alguna hipótesis sobre lo que está pasando y la forma de hacérselo saber al grupo. Cuando la consigo y se la digo, no responden nada y me miran de tal forma que me hacen sentir ridículo o que soy yo quien dice locuras. A veces, responden algo que me hace mirarlos de la misma manera. En cualquier caso es una situación desagradable. Procuro entonces mantenerme callado a la espera de algún acontecimiento que me oriente o, también, solicito al grupo ayuda pidiéndoles alguna sugerencia.

Cada momento evolutivo del grupo precisa una estrategia distinta por parte del terapeuta.

Al comienzo me dirijo a ellos con la finalidad de neutralizar el miedo; intento sacarlos del aislamiento y promuevo que corran el riesgo del contacto emocional. No tengo inconveniente en hablar sobre la enfermedad del paciente, los síntomas, el papel de la medicación, la función de los distintos dispositivos asistenciales. Aquí hay muchas probabilidades de que puedan compartir experiencias vividas y les pregunto intentando conectarlos a unos con otros; en lo que puedo, y desde el respeto personal, procuro que ningún paciente quede sólo y olvidado. En esta etapa inicial la comunicación verbal suele ser fragmentaria, dislocada, cada uno va a lo suyo que, para colmo, no sé bien qué es. Suelo estar en confusión continua y se lo hago saber al grupo: no puedo entenderlos. Por supuesto, no suelo referirme a ellos globalmente mediante la palabra grupo. Tampoco tengo buena experiencia señalando un portavoz mediante el cual el grupo intenta comunicarme algo. Sencillamente utilizo el plural. Creo que en estos grupos las intervenciones dirigidas a la totalidad han de hacerse lo más personales posibles, huyendo de palabras conceptuales.

En otra etapa posterior, cuando se interesan en mantener una relación unilateral conmigo ignorándose mutuamente, la etapa del asedio a preguntas, es cuando se me plantea el problema de sentirme escindido. Por una parte respondo algunas preguntas y también empiezo a devolverlas indicándoles que seguramente ellos tienen algo que decir, que no pueden anularse; con esto fomento la relación individual conmigo, pero también les quiero decir que estoy presente y disponible emocionalmente. Por otra parte tengo que fomentar que se olviden un poco de mí, que me coloquen más al lado y que se arriesguen al contacto entre ellos. Como no todos los pacientes llevan el mismo proceso, menos aún lo que aparecen y desaparecen, te ves ante situaciones enloquecedoras, situaciones en las que, al mismo tiempo, te reclaman intervenciones sobre distintos procesos.

Pasado un tiempo intervengo para señalar lo que está ocurriendo. A veces, mi intervención es seguida de silencio, en él obtengo la impresión de que están haciendo un esfuerzo por organizar la ansiedad confusional que les invade. Es un momento importante en el que no se ha de importunar al grupo. Si veo que se acerca el final de la sesión intervengo para que tomemos contacto real unos con otros. Generalmente no aparece el silencio, alguien habla  de lo mal que está y del cabreo que tiene; los demás parece que se interesan por el asunto y le van dando remedios a cual más curioso.

Es inevitable que algunos pacientes, cuando no todos, se sientan decepcionados. Difícilmente me lo van a hacer saber directamente; lo desplazarán sobre otras figuras parentales como, por ejemplo, la institución y similares. Me siento más seguro cuando la agresividad la expresan mediante la metáfora; a pesar de ello, paso un mal rato, percibo la amenaza en el ambiente. En ocasiones, cuando el grupo ha establecido vínculos más sólidos de predominio amoroso, les interpreto el desplazamiento de la metáfora. Aquí he de tener especial cuidado a las heridas narcisistas. La mayoría de estos pacientes no pueden ser más que totalmente buenos y, en el caso muy improbable de sentir hostilidad, es por culpa de los demás que no sólo les hacen daño, sino que además les hacen sentirse malos sin serlo.

Como dije anteriormente, los pacientes del grupo iban cambiando, según entraban y salían, y con ellos el objetivo del grupo, la tarea del terapeuta y el encuadre.

Desde hace unos años se trata de pacientes con núcleos sanos o neuróticos más fuertes y presentes, con mayor capacidad de simbolización. A diferencia de los anteriores, se ha ido llenando de mujeres hasta ser mayoría; la presencia masculina es del 30% en un grupo de nueve miembros y ha quedado desdibujada no sólo porque son menos sino porque además son los poseedores de los núcleos más psicóticos hasta el extremo de manifestarse con clínica esquizofrénica. Como personalidades esquizoides muestran, por tanto, el predominio de la relación de objeto parcial, del tomar sobre el dar, del interés en el mundo interno: se sienten empobrecidos después de dar y crear, las ideas sustituyen a los sentimientos y están muy interesados en cuestiones de plenitud y vacío; en definitiva, son muy orales. ¿Qué van a hacer con seis mujeres?

La presencia tan desigual entre mujeres y hombres ha definido el único requisito imprescindible para ser candidato a entrar en el grupo: ser hombre.

Las mujeres, por su parte, son limítrofes. Presentan núcleos psicóticos, en ocasiones, fácilmente observables. Hay angustias psicóticas de tipo persecutorio, de abandono, confusional hacia sí misma o su identidad. Hay pobreza en el control de impulsos predominantemente autoagresivos con algún intento de suicidio de claros matices sádicos. También alguna mujer más neurótica con problemas de dependencia; es decir, con importantes aspectos regresivos orales.

Los nueve miembros son licenciados. Algunas mujeres han tenido o sostienen en la actualidad una pareja. La mayoría de los hombres no han tenido siquiera juegos amorosos.

La edad está comprendida entre los 23 y 45 años; la mayoría oscila entre los 29 y 35. Unos enfermaron tras la licenciatura, otros después de un corto y angustiante  contacto con la práctica profesional; algunos están en baja laboral.

El grupo trabaja en sesiones de noventa minutos dos veces en semana. El tiempo máximo de estancia en él es de dos años; aunque si el proceso del paciente aconseja continuar convenimos con él la estrategia de un alta para observar los efectos y una entrevista a los seis meses para evaluación, desde la que se puede indicar el ingreso inmediato del paciente en el grupo.

Ha estado abierto alrededor de tres meses. No se volverá a abrir hasta pasado un año; en ese momento saldrán y entrarán pacientes.

Naturalmente cada paciente vive el tiempo según sus necesidades. Los de baja laboral tienen más prisa e introducen el ritmo de la esperanza. Otros, desde el otro extremo, tienen el ritmo de la muerte.

Se trata de un grupo bastante impulsivo que huye hacia delante. Tienen especial temor al silencio confusional, persecutorio y hostil, al que evitan hablando y discutiendo continuamente. No tienen dificultad en expresar la hostilidad en forma manifiesta; tampoco el cariño.

Las mujeres son buenas relaciones públicas y hacen esfuerzos por tener las cosas muy claras, pero se interesan poco por los hombres del grupo. Uno de ellos ha despertado una especie de amor materno.

Los miembros limítrofes establecen en el grupo unas relaciones impredecibles, agresivas, ofensivas, atemorizantes y desleales.

En una sesión discuten tres mujeres sobre ellas mismas. En un momento, una se alía con otra y dejan fuera a una tercera a la que una de ellas le recrimina que cómo se atreve a tener esa actitud arrogante y segura después de haber estado un mes sin venir por las razones que sean. Acto seguido, la paciente ofendida se levanta para salir; al ponerse en pie trastabilló  y nos alarmó a todos con la amenaza de caerse. Dijo que se le había dormido el pie. Se fue.

Los hombres transmiten pobreza, soledad, inhibición, autorrreferencias narcisistas. Nada erótico salvo algún intento fallido fuera del grupo.

A la mentalidad grupal que va creando contribuyo de varias maneras: convoco al grupo, establezco las reglas del juego y señalo su observancia   - a veces esto me cuesta un gran esfuerzo puesto que he de establecer la alianza terapéutica con las resistencias; he de aceptar que eso es lo que hay; he de aliarme con la parte que boicotea al grupo, que actúa, aceptándola. Veré si podremos saber cuál es la misión de esas resistencias -, nombro una tarea: entender las conductas, establecer hipótesis acerca de por qué están aquí, para qué y adónde irá cada uno.

Soy de la opinión de que al hacer referencia al proyecto del grupo, debemos plantearlo individualmente, señalando que ese cambio individual se ha gestado, entre otras cosas, en el grupo. No creo que haya que hacer del grupo la máxima expresión de la procreación. El grupo ha hecho su trabajo, no todo el trabajo.

También contribuyo a la mentalidad grupal mediante mi contratransferencia; esto es, con la relación inconsciente que establezco con la transferencia de los integrantes. Toda la descripción que voy haciendo del grupo es contratransferencial: dispone mi observación, escucha, intervenciones y conducta preverbal  hacia el grupo.

Suelo intervenir poco, pero quizás sean intervenciones algo prolongadas; tal vez, porque espero demasiado a que ellos resuelvan el problema  y siento que he de entrar, en principio, haciéndome más presente y ofreciendo una hipótesis sobre lo que está pasando y haciéndoles notar el clima emocional que están creando.

Estoy interesado en conseguir que se callen un poco y vayan recogiéndose, a ser posible, en un grupo interior básicamente amoroso al que puedan expresar en el afuera. Espero que los hombres obtengan provecho de ello y tengan la opción de  libidinizar a los demás.

Será muy deseable que  puedan identificar sus objetos buenos y malos en los demás y, desde ahí, introyectarlos.

Decía Anthony que el terapeuta ha de cuidar al grupo y este cuidará a sus integrantes.

 

Seguimiento Clínico en Grupo o el llamado Grupo de Medicación

El seguimiento clínico de los enfermos mentales graves es un aspecto imprescindible del tratamiento que adopta características peculiares en el hospital de día: hemos de organizarnos para obtener un equilibrio entre actividades psicoterapéuticas, clínicas y ocupacionales. A mi modo de ver lo determinante es que se convive con los pacientes.

Sus síntomas están ahí, en sus conductas. Observamos que mediante la relación  entre nosotros, nosotros con los pacientes y la de estos entre sí, los modifican en intensidad y en sus formas de expresión producto de la integración de objetos disociados y la diferenciación de objetos aglutinados; objetos con variadas tonalidades afectivas con los que contamos ya internalizados.

El hecho de preservar espacios para psicoterapia individual y grupal, obliga a una organización del equipo asistencial muy difícil de sostener cuando está presionado institucionalmente. Hay demasiada prisa. Exige además al psiquiatra que realiza la revisión clínica una actitud muy atenta para discriminar el material que es pertinente en ella del que corresponde a la psicoterapia. Como se ve, se plantea el problema de observar la clínica desde un corte vertical  a cambio de preservar el espacio psicoterapéutico de elaboración.

Me he sentido sobrecargado por excesivas demandas de revisiones clínicas, muchas de ellas demasiado parcializadas, faltas de una mínima integración. Además de perturbarme, me alarmó. No se trataba sólo de la repercusión en mi rendimiento en los espacios psicoterapéuticos y en el trato con los pacientes fuera del despacho. Tendría que hacer algo para higienizar esta situación.

Pensaba en los motivos de tanta consulta clínica. Los pacientes no se descompensaban más de lo esperado. Se me ocurrió que éramos nosotros mismos los que estábamos provocando esa situación por distintos motivos: quizás por sentimientos de culpa inconscientes hacia el hecho de la descompensación masiva del paciente; tal vez por mantener el prestigio del equipo ante otros dispositivos diciéndoles que deriva muy pocos pacientes a la unidad de agudos o, lo que es lo mismo, este equipo puede contener. La resultante era, a mi juicio, que provocábamos  mayor regresión en los pacientes, haciéndolos más dependientes innecesariamente y originando mayor intolerancia a la frustración con la complicación de que los pacientes disocian y no tienen opción a rescatar estas ansiedades en el momento que suceden sino que han de quedar expuestas a que pueda ser integrado en la sesión de psicoterapia.

También observé que los pacientes utilizaban la revisión clínica para eludir el dolor de los espacios psicoterapéuticos. Es decir, que si la idea del equipo era cuidar esos espacios, por otro lado los estábamos boicoteando. De esa manera manteníamos la escisión, negación, proyección, intolerancia a la frustración, etc. que originan una patología sobreañadida infantilizando al paciente. Es como desear que sean niños buenos, no personas adultas.

Por otra parte, a la mayoría de los pacientes les procuramos una salida escalonada con lo que provocamos que quede algún vínculo manifiesto entre el paciente y el equipo: ya queda sólo en psicoterapia individual o grupal, ya en revisiones clínicas, en espera de pase a alguna actividad laboral, etc.

Además, tenemos unos pacientes a los que hemos llamado ambulatorios. Desde el punto de vista administrativo son pacientes que no se pueden ubicar en un registro de indicadores asistenciales. Se trata de pacientes graves y, también, menos graves. Los más graves no acuden nunca al equipo de salud mental; supongo que si acaso tienen idea de que están enfermos, se intentan curar ellos solos; ingresan en agudos y, desde ahí, nos los remiten. Suelen estar con nosotros algún mes y desaparecer; a veces vienen a visitarnos, deambulan a nuestro alrededor sin poder comprometerse con el tratamiento a nuestra manera porque a la suya sí que lo están haciendo. De esa forma nos vamos convirtiendo en su espacio de referencia para pedir ayuda. Otros, se quedan con nosotros a su manera: incapaces de aceptar normas, deambulan por el hospital a su antojo, entran en los espacios del personal, van y vienen, aparecen y desaparecen, revolotean a nuestro alrededor. Procuramos tolerar la frustración que nos producen.

Los pacientes menos graves son los que han vuelto a estudiar, hacen cursos o se entretienen con aficiones, etc., y quedan por cualquier motivo  – transferencial – y durante un tiempo (no encuadrado) con el seguimiento clínico pendiente de hospital de día.

Pensé intervenir en esta situación haciendo revisiones clínicas en grupo.  Estos pacientes tienen en común: aclarar el motivo de esa relación tan peculiar con el hospital de día y preguntarse qué pueden hacer al respecto. Unos tendrían que pensar en por qué no se van y otros en qué les impide entrar.

Nos reunimos una vez en semana durante hora y media con un máximo de diez pacientes que pertenecen al perfil ya comentado más arriba y que acuden por propia iniciativa o por indicación de su terapeuta. Adopto una actitud directiva y les señalo la tarea: cual es su relación con hospital de día, cual es su diagnóstico, qué tratamientos están siguiendo, qué alteraciones sintomáticas les han llevado al grupo, qué se les ocurre sobre  su origen y posibles medidas terapéuticas. Les solicito  colaboración cuando decido modificaciones psicofarmacológicas y acordamos la fecha de la próxima revisión si procediera.

Como quiera que, en general, los pacientes tienen otros espacios terapéuticos, en la primera reunión les recordé que no se trataba de un grupo terapéutico; por lo tanto, se guardaría un orden de intervención y no era necesario que hablasen de cuestiones íntimas. Pasadas un par de sesiones no tuve que recordarlo más; unos se lo recuerdan a otros cuando entran en cuestiones personales “más allá de la cuenta”. Y “más allá de la cuenta” no está definido; algo nos avisa a los pacientes y a mí de que pasado un cierto nivel ya nos estamos deslizando de la tarea del grupo.

Suelen generar un ambiente de confianza, distendido y respetuoso, en el que se modifican las dosis, se habla de efectos secundarios y siempre procuro que no digan sólo el síntoma sino que hagan una hipótesis sobre lo que a su juicio desencadena o atenúa los síntomas, a lo que le doy especial importancia puesto que brinda la oportunidad de que el paciente vincule sus síntomas con todo lo que le pasa, con los otros espacios terapéuticos y con el ambiente social del que forma parte y del que puede tomar conciencia en el aquí y ahora de la situación de agrupamiento mediante lo que los demás le pueden devolver.

Vi que el grupo podía ser un lugar donde los pacientes poco entrenados en evaluarse por miedo y el rechazo a la medicación, desconocedores de sus indicaciones y efectos secundarios podían beneficiarse aprendiendo de otros pacientes que sí saben acerca de su enfermedad, peculiaridades de los psicofármacos, etc. e incluso cómo estos mismos pacientes me indicaban la conveniencia de subir dosis, cuando mejor la pauta si por la mañana o la noche y cosas así.

También les proporciona la opción de aprender de aquellos pacientes que han reanudado estudios o cultivan aficiones, hacen vida social, hablan de los síntomas en relación con dificultades de la vida cotidiana, cómo se gestionan ayuda, etc.

 

Intervenciones con familias

Hay un grupo al que llamamos de información para familiares que se reúne una vez en semana para intercambiar información sobre las vicisitudes del tratamiento de los enfermos y de la vida cotidiana de los familiares, los pacientes y hospital de día. De este grupo, hace una decena de años, nació la asociación de familiares de enfermos mentales en esta ciudad.

Hace algún tiempo decidimos crear otro espacio grupal para familiares de enfermos recién ingresados (en fase de integración) como respuesta a las dificultades que plantean algunos pacientes al inicio de su tratamiento. Este periodo inicial de integración decidimos concretarlo en un mes y según el caso. Durante ese tiempo obtenemos información de la localización y magnitud de los obstáculos.

En general, sabemos que cuando las familias pueden hablar de las dificultades estas se ablandan y permiten “negociaciones” con el encuadre. Las dificultades se hacen insalvables cuando no pueden hablarse y son actuadas; sencillamente el enfermo se ausenta desde el principio, no hay manera de sacarlo de la cama, desaparece en cuanto puede, etc. Los familiares, generalmente padres, tienen una conducta paralela, tampoco suelen acudir al grupo y si lo hacen es para esconderse tras una cortina de palabras vanas.

Estos grupos están coordinados por enfermería y el trabajador social. De lo que en ellos sucede tenemos conocimiento por las reuniones de equipo y opinamos sobre estrategias a seguir. Las decisiones y la coordinación de las estrategias las lleva a cabo el terapeuta del paciente.

Como ya señalé anteriormente, entrevistamos a los familiares al inicio, les informamos sobre nuestro encuadre y les hacemos comprometerse en el cumplimiento del contrato terapéutico.

Una vez que me hago cargo de un paciente, no tengo prisa en conocer a la familia y hablar un poco con ella. Dejo pasar un tiempo en el que estoy a la expectativa mientras voy recibiendo información con el paciente y las reuniones de equipo.

Cuando los alumnos leen acerca del desarrollo de la personalidad, observo que se identifican con el bebé, lo que les conduce a aliarse con el paciente. La familia piensa acertadamente que te has puesto de parte del paciente sin hacer esfuerzo alguno por entenderlos. Si la familia nos cae mal antes de conocerlos tendremos que revisar nuestra contratransferencia.

Una adolescente con sintomatología obsesiva, especialmente insegura, miedosa, aislada, retirada de sus estudios y de trato difícil con las conocidas, me hizo ver un aspecto muy real del origen de sus síntomas: provenían de la madre, por la que me interesé y pude mantener sólo una entrevista; no consintió acudir en más ocasiones. Le pregunté por su vida. Sin padre desde muy pequeña, quedó al cuidado y manutención de su madre que se consideraba de una casta superior como para trabajar. Pasaron penalidades de todo tipo y se casó cuando murió la madre. Tuvo dos hijos y una hija (la paciente), todos miedosos en el enfrentamiento de las etapas del crecimiento, nadie crecía para no enfrentar riesgos.

La paciente mejoró espectacularmente. Todo el trabajo lo hizo ella; yo solamente la acompañé en un momento de su vida.

Muchas familias de pacientes debían de hablar regularmente con el equipo terapéutico sirviéndose del encuadre que éste establezca para estos casos, lo que dependerá de la importancia que se le atribuya a la familia en relación con la enfermedad de uno de sus miembros. La posición más radical cree que la patología reside en la propia familia y el paciente no es más que un emergente portavoz de la enfermedad familiar. En el otro extremo, la posición más conservadora piensa que la patología puede deberse a una predisposición genética y la familia sólo hace la función de transmisión genética. En cualquier caso, vivir con un familiar psicótico pone a prueba la salud familiar y es preciso estar ahí más para higienizar que para curar. Es muy difícil que una familia haga una psicoterapia reglada; se presentan obstáculos múltiples y variados. Me resulta más fácil ir hablando de vez en cuando con el miembro de la familia que más se preste; de ahí pueden surgir iniciativas para mayores empresas. Recuerdo un caso opuesto: a quien no conocí fue al paciente.

En una ocasión me hice cargo de un paciente al que no llegué a conocer más que por el informe de derivación. Aparecía la madre para disculpar sus ausencias y de paso me daba ánimos y esperanza para que no desistiera de esperar a su hijo. Llegó un momento en el que me desconcerté y como solución decidí sustituir a la madre por su hijo. Se me ocurrió que  estaba pidiendo ayuda para ella  misma y que tal vez si conseguía que se vinculara al hospital de día, ello pudiera repercutir en ablandar la extrema evitación del hijo. Se trataba de una mujer deprimida, casada con “un hombre que iba a lo suyo”, de escasa participación en la vida familiar. Ella se consideraba de un nivel sociocultural muy superior a él y su matrimonio fue un mal menor. Necesitaba un padre al que  mostrarse como una estrella inalcanzable. Me habló de su feliz vida anterior con un novio de su nivel social. Daba la impresión de que aún le duraba el duelo. La estuve acompañando durante tres meses, una vez por semana. Le fue útil. Casi desde el principio dejó de hablar del comportamiento bizarro de su hijo para hablar de ella. Nos despedimos con afecto.

 

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Artículo extraído de "Viajeros del tren de la locura: el psiquiatra, el loco y el alumno", capítulo del libro "Enseñar/Aprender... Salud mental", de la Unidad de docencia y Psicoterapia de Granada (en imprenta).

Diego Vico Cano es psiquiatra del Hospital de Día de Salud Mental. Granada. Miembro del consejo directivo de Área3.


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D. Vico: Sobre intervenciones grupales en un hospital de día

 

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